Spanish + Canadian = Spanadian

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Los inviernos canadienses son mundialmente conocidos por la nieve que cubre el suelo durante casi medio año

viernes, 1 de julio de 2016

La despedida

No, nunca dije adiós. Hice el gesto con la mano, y me perdí en un mar de abrazos y lágrimas. Pero esa palabra, esa maldita palabra, nunca me atreví a decirla en alto. No es en lo que piensas cuando dejas atrás... una vida. El concepto de decir adiós es impensable cuando llevas un año, ¡un año!, viviendo en un lugar al que puede que nunca volverás, con gente a la que probablemente estés dejando atrás para siempre. Pospones el momento de decir adiós, asumiendo erróneamente que así nunca llegará. Luego vienen los abrazos, seguidos de cerca por las lágrimas. Es curioso cómo quince minutos antes de pasar los controles de seguridad (donde dices adiós a todo el mundo) todos estamos aparentemente bien. Desmoronándonos por dentro o sin creernos que el día de decir adiós haya llegado, pero mirándonos a la cara, sería imposible adivinar el caos de emociones en el que nos estamos hundiendo. Al final, todos acabamos llorando. En la cola para los controles de seguridad, era facilísimo identificar a los estudiantes internacionales. Todos teníamos los ojos rojos y llenos de lágrimas.

Yo no fui un caso distinto. Después de tantas veces en el aeropuerto de Halifax (cuando llegamos a Canadá, al irme y volver de New York, ida de Montréal y vuelta de Ottawa, llevando a Isaure al aeropuerto la semana pasada), era fácil pensar que aquello no era más que una visita. Pero en el momento en el que Sophia vino por detrás, sin previo aviso, y me abrazó diciendo "I will miss you", te echaré de menos, no pude contener las lágrimas. Solía pensar que en momentos así, te pones a llorar hasta que te quedas sin lágrimas y luego todo sigue su curso natural. Me equivocaba. Empiezas a llorar, te recompones, caes de nuevo, te recuperas, vuelves otra vez, lo haces parar... Y así, intermitentemente, el grifo de lágrimas parece no agotarse nunca.

Primero fueron los abrazos. De acompañamiento, lágrimas repartidas en intervalos indefinidos. Después, Tara tuvo la brillante idea de sacarnos fotos. Le dije que para el año que viene, con su siguiente internacional, se acordaran que primero van las fotos, y luego los abrazos. Vía libre para llorar. Unos minutos antes, al llegar al aeropuerto, el host father de Irache le preguntó a Tara, mi host mother, si había traído una caja de pañuelos. Tara dijo que no, y el host father de Irache respondió "Ah, es vuestra primera internacional, ¿verdad?".

Después de las fotos, más abrazos. Empezaba a hacerse tarde, tenía que irme. Pero no podía. De quien más me costó despedirme fue de Sophia. Será cabezota y bastante mandona de vez en cuando, tendrá esa manía de irse a Sophieland, en otras palabras, estar en las nubes, la mitad de las veces que le estoy hablando. Pero ahora, después de todo lo que hemos pasado juntas, ya no diría que es como mi hermana. Diría que es mi hermana.

Cuando Tara consiguió separar a Sophia de mí (o a mí de Sophia, no lo tengo muy claro), entré en la cola de seguridad. Otras tres personas entraron justo detrás, y después Aitana, otra Spanadian de Nova Scotia, llegó llorando. Cuando una niña de no mucho más de metro y medio, abrazando un peluche y llorando, se te cuela diciendo entre sollozos "Necesito un abrazo", lo último que se te ocurre es decirle que respete la fila. Cuando Aitana llegó hasta mí y me abrazó, las dos nos echamos a llorar de nuevo, murmurando cosas como "Esto es una mierda", y otras variantes de la expresión. Antes de la despedida, casi todos los españoles hablábamos en inglés los unos con los otros. Pocos minutos después, el idioma en que llorar más a gusto era español.

Así, con lágrimas intermitentes, llegué a la puerta de embarque. En el vuelo, hablar con otra gente fue el único modo de mantener las lágrimas a raya. Una de las azafatas, en un vuelo entre dos ciudades canadienses, era madrileña. Una vez en Toronto, encontramos a otros Spanadians. A algunos los recordaba de Madrid, de otros me sonaba el nombre o la cara, y unos pocos tenía la seguridad de que no los había visto en mi vida.

¿Cuáles son las posibilidades de encontrarse con una gallega en un avión de Toronto a Madrid? No muchas. ¿Y a una lucense? Menos todavía. Pues la mujer sentada a mi lado en el vuelo era de Palas de Rey, aunque llevaba ya bastantes años viviendo en Canadá. Viajaba a España para visitar a su hijo.

En el avión, esas infinitas horas, hice mil y un cosas, menos dormir. Tras ver una película o documental basada en la vida de Malala, me puse a escuchar música. De entre todas las canciones tristes que tengo, la que me hizo llorar no fue otra que Deutsche Bahn, una canción que intenta ser divertida, burlándose de los trenes alemanes. Fue Luca quien me la enseñó, y creo que fue más su recuerdo que la canción lo que me hizo llorar. O quizá fue un Spanadian bilbaíno sentado al otro lado del pasillo que se echó a llorar antes de mí. La Spanadian canaria y una niña madrileña intentaron consolarlo. En cuanto él paró de llorar, empecé yo. Puede que no fuera culpa de la canción, al fin y al cabo.

Durante el vuelo, todas las canciones me hacen llorar. Es deprimente. O me recuerdan a Canadá y todo lo que dejé atrás, o me recuerdan a España y todo lo que echo de menos. No hay punto intermedio, porque el viaje de vuelta es un lapsus temporal. Pierdes todo lo que has conseguido este año, pero aún no recuperas lo que dejaste atrás el año pasado. Necesitas aferrarte a algo, y el único apoyo que tenemos es los unos a los otros. Nunca había agradecido tanto viajar en un grupo, pero la ayuda de los Spanadians fue vital en el viaje de vuelta. Nos ayudamos y nos entendemos unos a otros. España parece mucho más pequeña cuando hay alguien en cualquier provincia que te entiende. Cuando aterrice en Madrid, la gente me dirá que entienden mi dolor, pero se equivocan. Pueden imaginarse lo que significa dejar una vida atrás, pero no pueden entenderlo sin vivirlo. Yo no lo entendía antes de venir. Antes de volver.