Spanish + Canadian = Spanadian

Spanish + Canadian = Spanadian
Los inviernos canadienses son mundialmente conocidos por la nieve que cubre el suelo durante casi medio año

miércoles, 13 de enero de 2016

Senior Girls Hockey team

Se acercaba el día de las entrevistas orales para los candidatos a la beca Amancio Ortega, gracias a la que yo estoy aquí. Dicha fundación escribió un post en Facebook, y en los comentarios puse "Mucha suerte a todos", al igual que hizo otra gente. Pero luego me di cuenta de mi error. Puedes desearle mucha suerte a toda una clase antes de un examen, pues la nota que saque uno no influye a la de los demás, todos podrían aprobar. Sin embargo, esa entrevista era una competición. La suerte de uno se convertiría en la desgracia de otro, aunque ellos nunca sabrán quién fue el último seleccionado y el primero sin seleccionar. Puede que yo fuera el número 100 de la lista. O el número 1, ¿quién sabe? Desearle buena suerte a todo el mundo es inútil. Si todos lo hacen bien, saldrán los mismos becados que si todos lo hacen mal. ¿Y si deseara suerte solo a los que se merecen la beca? Sería la solución, por supuesto, pero ¿cómo saber quiénes se la merecen? Así que al final desisto, le deseo buena suerte a todo el mundo (más que nada para que no se sientan solos, consigan la beca o no), y confío en que la Fundación Amancio Ortega sabrá qué hacer. Sea cual sea su criterio, a mí me escogieron.

Fuera, nieva con fuerza. No siento el frío del agua congelada, ni la fuerza del viento, ni la temperatura bajo cero del ambiente. Solo veo nevar al otro lado de la ventana del coche de los padres de Darla, quien se sienta a mi izquierda; a su otro lado está Céline. Predicen una tormenta de nieve para el miércoles, por lo que probablemente no tengamos clase el jueves. Lo cual no me agrada, pues todos los estudiantes internacionales vamos a esquiar ese día. Espero que no haya que cancelarlo. 
Pero mirando por la ventana y viendo la nieve caer, solo puedo sonreír. Desde Barrington hasta Bridgewater hay casi dos horas de viaje. ¿Que qué hago un lunes por la tarde lléndome tan lejos? La respuesta: hockey. Hockey sobre hielo, por supuesto, qué si no en un país seis meses congelado. 
Miro al pasado, al yo que llegó aquí en septiembre. Ese pato mareado sobre el hielo que cada poco tenía que agarrarse a la barandilla para no caer. Fue coger la costumbre de ir a patinar todas las semanas y mejorar lo impensable. No digo que sea una profesional, ni mucho menos, pero puedo frenar, patinar hacua atrás, girar ágilmente y hasta alcanzar más velocidad que mi máxima velocidad corriendo (quizá no esprintando pero sí en distancias a partir de 100 metros). Y ahora subo al siguiente nivel, atreviéndome a jugar al hockey.
En el primer entrenamiento, a finales de noviembre, no sabía cómo coger el stick. Fui con un stick de diestros y me costaba demasiado manejarlo, por lo que el entrenador pensó que probablemente fuera zurda. "No creo", le dije, "soy diestra en todo". Él insistió en que hay diestros para escribir que son zurdos en hockey. Pero con la de distintos deportes que he probado, siendo diestra en todo, ¿qué sentido tendría ser zurda en hockey? Ninguno, pero lo soy.
En el segundo entrenamiento, me caía yo sola patinando. No me acostumbraba a todas las protecciones ni a sujetar algo con las manos mientras patinaba. Tan solo tuvimos un entrenamiento a la semana, y descanso en Navidad. El domingo tuvimos nuestro primer partido, contra las chicas de Park View. Decir que estábamos desorganizadas es ser demasiado benevolente. Lo nuestro se llamaba caos. Ni siquiera sabíamos las posiciones, ni cuánto duraban los períodos, ni... nada. Dos o tres chicas de mi equipo sí sabían todo eso, porque llevaban un par de años jugando al hockey. Las demás saben patinar desde que eran pequeñas. Y luego estoy yo.
El último consejo del entrenador en el partido de ayer fue: pasadlo bien. Sabía que las chicas de Park View tenían años de experiencia, además de unas veinte jugadoras. Nosotras éramos menos de diez. En otros deportes, como fútbol, solo está permitido un número determinado de cambios. Los partidos tienen momentos intensos y momentos más parados. En hockey, no hay descanso. Es presión continua durante los quince minutos que dura cada período (paran el cronómetro en cada falta, gol...), y cambiamos de jugadoras cada dos o tres minutos. Eso implica que en un equipo tan pequeño como el nuestro, estás más tiempo jugando que descansando, mientras que las chicas de Park View tienen tiempo de sobra para recuperar el aliento. El resultado fue desastroso: una rotunda derrota 4-0. Teníamos la esperanza de al menos estrenar nuestro lado del marcador, pero en cuanto empezamos a entender la dinámica, ya íbamos tan por detrás en cuanto a puntos que no teníamos ánimos para intentar nada.
El lunes tuvimos nuestro segundo partido. Ninguna lo dijo en voz alta, pero todas estábamos pensando en el poco sentido que tenía conducir casi dos horas hasta Barrington para volver a perder. Fui con Darla, sus padres y Céline, una internacional belga amiga de Darla. Salimos tarde de Bridgewater, así que el viaje de ida se convierte en un inevitable "¿Cuánto falta?" que nadie se atreve a decir, como si ignorando el problema se fuera a solucionar todo. Llegamos con el tiempo justo para ponernos la equipación y salir al hielo, sin calentar. Ni Darla ni yo somos la esperanza del equipo, pero somos tan pocas que sin nosotras difícilmente podrían haber jugado. 
¿Cuánto puede mejorar un equipo desde el primer partido en un deporte en el que apenas se saben las normas hasta el segundo partido? Mucho más de lo que creía. Tanto yo como las demás, por fin parecíamos un equipo de hockey y no un grupo de chicas perdidas en el hielo. Nos coordinábamos y nos acercábamos a la portería contraria, pero aun así no pudimos evitar que las chicas de Barrington lograran el primer punto. Casi nos venimos abajo pensando en una derrota como la del día anterior, hasta que Maddy, una niña bajita y pelirroja de mi clase de matemáticas, marcó gol. No era solo el empate, sino el primer gol de nuestro equipo, la posibilidad de empatar e incluso... de ganar. En la confusión del otro equipo, Emma consiguió regatear a la portera y situarnos por delante en el marcador. Emma es una de las mejores jugadoras del equipo, aún no tenemos capitana, pero probablemente acabe siendo ella; pese a ser un año más pequeña que yo, mide cerca de un metro noventa, al igual que su hermana, la portera del equipo. No me acuerdo cómo ni cuándo, pero nuestro tercer gol llegó cerca del final del último período. Victoria para Bridgewater High School.

Volviendo a casa, veo la nieve caer al otro lado de la ventana, mientras hablo con Darla y Céline sobre el partido. No ganamos ningún trofeo, ni medallas, ni un diploma con un título. A nadie se le pasó en ningún momento por la cabeza que pudiéramos optar a algo. Nos llevamos el pock (el disquito ese con el que se juega) del primer gol del equipo recién creado de hockey femenino en Bridgewater. Quizá dentro de veinte años, futuras jugadoras de hockey de nuestro instituto, chicas que aún no han nacido, admirarán ese pock en la estantería de los trofeos (en realidad, sí que lo vamos a poner ahí), y darán gracias en silencio a las chicas que hicieron posible que el deporte más famoso de Canadá también tenga cabida para las chicas. Al menos, en nuestro instituto.
Son las once de la noche cuando finalmente llegamos a Bridgewater. Pienso en el examen de biología de mañana para el que apenas he estudiado. Estoy tan cansada que me voy directamente a la cama. No tengo esperanzas de sacar una nota decente, nada puede salvarme ya. Salvo, claro está, una nevada que nos dejara sin ir a clase. Pero esas cosas solo pasan en las películas. Y aunque esto sea Canadá, no va a nevar precisamente cuando yo quiera. ¿O sí?

miércoles, 6 de enero de 2016

Y llega enero

Eran mis últimas horas en Nueva York posiblemente en toda mi vida, pero no conseguía sentir esa sensación de despedida. ¿Acaso no reconocía lo que estaba pasando? ¿O, más bien, lo había vivido demasiadas veces? El último día, la última noche, la última comida, la última vez escuchando ese "Wait" tan rayante del semáforo en rojo que inevitablemente iba a echar de menos, o el "Stay clear of the closing doors, please" tan repetitivo del metro. Ya me estaba acostumbrando a esa sensación de marcharme de sitios sin la seguridad de volver algún día. Dejar gente y lugares atrás, y seguir adelante, sin mirar al pasado, como si no importara lo que se deja atrás... pero importa. Y suspiras, te subes al avión, e intentas no pensar demasiado. 

Después de estos cuatro meses me he dado cuenta de que estar triste no es algo malo. Tener un día melancólico en el que lo único que apetece es poner música triste y tumbarse en la cama, recordando todas las cosas que uno echa de menos, es normal, y creo que hasta te hace sentir mejor. Si me acuerdo de anécdotas divertidas con los amigos del pueblo aquel verano tan loco que probablemente no se vuelva a repetir, sonrío. O si pienso en aquella vez en que haciendo el decorado para el playback de "Westside Story", me enfadé con el grupo entero y volví a clase, me río. ¿Si me pasara hoy, haría lo mismo? ¿He cambiado o me seguirán enfadando lo mismo las críticas? ¿Y qué hay de ellos, los que no siguieron pintando sin mí, sino que fueron a buscarme? ¿Volverían a hacerlo? A veces no me acuerdo de los buenos momentos, sino de los malos. De los enfados, las peleas, los malentendidos por arreglar. Y no me siento indignada ni molesta pensando en ello. De hecho, me siento estúpida. Porque teniendo tan fácil pedir perdón, dejé asuntos a medias, y ahora, a miles de kilómetros de allí, no me queda otra opción más que esperar y reprocharme ser tan cabezota. Y los malos recuerdos me llevan de nuevo, cada vez que me pongo a pensar en el pasado, al momento de la despedida. Si nunca me gustó el final de ningún libro, siempre me decepcionaron las últimas partes de una saga, y hasta me entristece el final de curso, ¿cómo no pude precedir lo duro que sería para mí decir adiós? Y no sé si es la música triste, el recuerdo tan sólido de ese día o la morriña en sí, tan abstracta e inexplicable, lo que antes o después me hace acabar llorando. Pero la canción se termina, la luz del sol entra por mi ventana y me acuerdo de que tengo que preparar la bolsa con la equipación de hockey para el entremaniento de mañana. O que tengo que asegurarme de que sé dónde es el partido del domingo. O intentar explicarme de una vez por qué en hockey soy zurda si en esgrima soy diestra. Y acordarme de proponerles a Isaure y a Luca ir a la bolera este fin de semana. Es irónico que a la vez que me acuerdo de todo lo que echo de menos de España, me dé cuenta de todo lo que tengo aquí. Cuando tengo frío y me acuerdo de la broma que todo canadiense hace (¿Eres española? ¿Sobrevivirás al invierno?), memoro brevemente la imagen de sol y playa que veo un par de semanas al año, y en seguida recuerdo mi querido clima gallego, lluvioso hasta decir basta, y me alegro de que aquí en vez de llover nieve.

La noche del 30 de diciembre del año pasado (la semana pasada), cuando volvimos de Nueva York, me quedé dormida en el coche.
-María, despierta, ya estamos en casa -me dijeron. Miré por la ventana, y comprobé que sí, estábamos en casa. Pero había algo que no encajaba... Algo que conocía de sobra pero nunca había visto en tal cantidad. Al menos no en m propia casa. Nieve. En todas partes: en los tejados, en los coches y sobre los árboles, pero no en la carretera. Toda la lluvia de Nueva York había caído en forma de nieve en el norte. 

Hoy por la mañana, salí de casa preparada para el frío. Esperaba sentir un cambio de temperatura brutal, pero lo primero que noté fue un olor extraño, conocido pero que no cuadraba. Mar. Olía a mar. O no, no exactamente a mar... olía a sal. Tardé dos segundos en darme cuenta de para qué se usa la sal en invierno, teniendo en cuenta el medio metro de nieve que lo cubre todo. No es de extrañar que después de las máquinas quitanieves, se aseguraran de la seguridad de la carretera con sal, para derretir el hielo. A medida que caminaba, empecé a notar algo de frío. "Qué raro", pensé, "normalmente tengo frío nada más salir se casa y a medida que camino voy entrando en calor". Pasaron diez minutos y me empecé a preocupar. Con los guantes, el gorro, la bufanda, las botas y el abrigo, estaba bastante bien. Pero mis piernas dejaron de sentir frío y pasaron a sentir dolor. Literalmente. Me reproché llevar mallas de verano, pero no podía culparme; dos días atrás apenas bajábamos de 10 grados y con ellas estaba perfectamente. Llegué al colegio, me senté en la cafetería (como cada mañana cuando llego temprano), y pregunté: 
-¿Es cosa mía o hace algo de frío ahí fuera?
-Menos trece grados. Solo tuve que caminar de casa al coche y pensé que me congelaba -dijo Martina, la italiana.
-A mí también me trajeron en coche, menos mal -añade Isaure, la francesa.
Me siento y apoyo la mochila en las piernas. No siento nada. Tardo dos horas en recuperar la sensibilidad desde la cadera hasta las rodillas. Por alguna razón, de rodillas para abajo ni siquiera sentí el frío. Pero de ahí para arriba mi piel estaba fría como el hielo. Una temperatura así en Lugo sería el tema de conversación para todo el día. Ningún canadiense comentó que hiciera frío.

Este domingo tengo partido de hockey contra el equipo de Park View, el otro instituto de Bridgewater. El lunes, partido en una ciudad a dos horas de aquí. El jueves que viene tenemos excursión de internacionales a esquiar. Dicen que es una pista llana para principiantes, y que queramos o no tenemos un curso introductorio, así que probablemente pruebe snowboard en vez de esquiar, que aunque no soy demasiado buena, sé de qué va. La última semana de enero tenemos los exámenes finales. Quienquiera que dijese que enero era un mes sin preocupaciones después de la Navidad, estaba equivocado. Al menos en mi caso.

Esta tarde, Luca (la alemana) me vino a buscar para ir a esgrima. Me mandó un mensaje diciendo que venía de camino, y como vive muy cerca, me puse el abrigo y salí directamente. Pese a la experiencia de esta mañana, en un polideportivo no hacen falta guantes, gorro ni bufanda. Así que salí, confiada de que solo sería un momento. Cinco minutos. Fueron los cinco minutos más largos de mi vida. Al igual que esta mañana, no sentí el golpe de frío. Me acerqué a la farola y esperé. Mi aliento formaba nubecitas blanquecinas, o vaho, como la gente lo llama. Aparentemente no había ninguna diferencia con respecto a días 15 grados más cálidos. O menos fríos, más bien. Bajando de 0 grados, tu aliento se convierte en vaho, pero ¿cómo puedo saber si solo hace frío o hace peligrosamente mucho frío? Respuesta: si yo, enemiga de dicha actividad, me pongo a correr colina arriba y colina abajo para no congelarme. Cuando por fin, después de una eternidad, cinco minutos, llegó el coche de la host mother de Luca, Luca y sus dos "adorables" perros, los perros empezaron a ladrarme. Apoyando las patas en el cristal, se desvivían ladrándome, y yo lo único que podía pensar era que me estaba congelando. Al final abrí la puerta, olfatearon mi mano cinco segundos y en seguida se tranquilizaron. Nunca me gustaron los perros de raza pequeña, y menos si, como la mayoría, son puro nervio.

En Canadá no lo celebramos y ya empezamos el día 4 las clases, pero a mí personalmente me gusta bastante más que Papá Noel (o Santa Claus). Me parece que dentro del consumismo, al menos se basa en algo histórico o bíblico, una excusa que aunque no lo justifica, lo explica. Feliz día de Reyes a todos los españoles.